sábado, 23 de febrero de 2013

Eleggua, el sepulturero


Eleggua, el sepulturero


Eran los tiempos en que cualquier dolor se resolvía con hierbas y hasta las enfermedades más extrañas. Se servían de los secretos del monte que una vez en posesión de algún viejo osainista, como definían al yerbero, adquirían cierta carga de magia y de mediación divina. Los osainistas eran conocedores de los misterios de las plantas del monte y por ende eran protegidos por una deidad deforme y licantrópica nombrada Ozaín; un ser que se mimetizaba entre las alas de una mariposa o las hojas de un framboyán para ocultarse de la presencia humana. Sin embargo, los osainistas no eran del todo sabios. Si algunas enfermedades resultaban desconocidas hasta para el mismísimo dios del monte, ellos no tenían ningún poder para conjurarlas. Como ocurrió cuando Eleggua todavía se paseaba entre los hombres y era príncipe; cuando un extraño mal se propagó por su comarca y se convirtió en un asesino oculto.
Una de las víctimas fue la madre de Eleggua que murió después de largas agonías y fiebres. Su hijo no se daba paz, no hallaba la tranquilidad porque continuaba a pensar que el cuerpo de su madre sería depositado bajo la sombra de una de las ceibas del pueblo, entre otros cadáveres desconocidos. Veía la imagen de los buitres comiendo la carne de los muertos, las tiñosas de cabezas envejecidas; las hormigas que acaparaban alimentos y cargaban con lo que podían hasta sus, el sol crudo que tostaba los huecos calcinados...
Esta preocupación le trajo tristeza. La madre de un príncipe no podía ser tratada como una mujer común ni dejada en el tumulto del olvido. Una vez que sus restos se descompusieran sería imposible identificarlos.
No podía tenerla en su patio porque el olor no lo dejaría vivir, por mucho que el orgullo le llegara a los sesos consideraba que a la hora de comer se debía respirar un aire limpio. Por eso los demás de la aldea llevaban sus muertos a los pies de las ceibas, apartadas y en lugares donde el viento no podía hacer estragos. O tal vez podía hacer como las hormigas que cargaban con todo hasta sus nidos, podría meter el cuerpo en la tierra, en un lugar donde las aves de rapiña no pudieran despedazar las carnes.
Pensó que era una buena idea y comenzó a darle forma a sus planes abriendo una zanja entre las raíces de la inmensa Ceiba, colocó el cadáver dentro y lo cubrió con la tierra que había extraído.
Mucho tiempo después se fue aplacando la furia de la epidemia en el pueblo. Muchas fueron las víctimas; pero otros tantos quedaron vivos. Eleggua fue uno de los que no murió, su muerte vino cuando se encontró un coco en el camino; pero esa es otra historia que cada santero sabe de memoria en Cuba. Muchos perdieron hijos pequeños, otros, los cónyuges. Fue un desastre inmenso que dejó en el aire el vago recuerdo de un esplendor social de familias. La melancolía rondaba por las casas y cuando se hacían ceremonias en honor de los espíritus no podían especificar el lugar preciso donde estaban sus restos porque no recordaban en cuál ceiba de la región los habían dejado a la suerte de los buitres. En cada una se veían miles de huesos, todos regados, mezclados y confundidos.
Pero Eleggua se jactaba de su precaución, llevaba flores a un montículo entre las malezas, jícaras con agua, café, o tabacos para que el aura de su difunta madre pudiera saborear las cosas que más le agradaban en vida. Cuando los comentarios de lo que hacía se corrió por el pueblo, comenzaron a acusarlo de brujo y malévolo, de alimentar a los seres malignos y otros demonios. Hasta que Eleggua supo lo que se comentaba de él y con una sonrisa pícara condujo varios testigos hasta la sepultura de la reina. Éstos recordaban que su madre tenía una abolladura en la cabeza, un defecto natal. Por lo que se quedaron estupefactos cuando Eleggua comenzó a excavar y sacó la calavera. Enseguida la distinguieron y silenciaron los comentarios en la aldea.
Por estos hechos, Oloddumare designó a Eleggua como sepulturero, en honor al progreso que trajo su manifestación de amor. Aceptó el cargo y desde entonces es él quien acompaña el féretro hasta el reposo final.
En este pataki encontramos como se comienza a rendirles atención a los difuntos donde se entierran 

LUIS FELIPE 04261180254

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