sábado, 23 de febrero de 2013

LA REALEZA DEL LORO


La realeza del Loro

Se celebraría una fiesta en el cielo a la que estaban invitados todos los animales. Rendirían homenaje a Oloddumare por su gran sabiduría y el modo con que estaba ordenado las cosas en la tierra. Iban las aves con sus mejores galas, los animales del monte con sus perfumes salvajes y músculos siempre alertas. Faltaban los peces y los animales del mar; pero para ellos se estaba preparando otra fiesta en los palacios de Olokun y Yemaya donde los animales y las aves no podrían asistir. Para cada cual había una fiesta en su medio natural.
Comenzó cuando el sol marcó las cuatro de la tarde con la sombra de una palma sobre la sabana. Se sentía la música de los tambores, güiros y campanillas. Mieles por doquier, merengues preparados por Obbatalá y las mejores frutas del huerto de Orishaoko. No se sirvieron carnes para no despertar el recelo de los principales invitados: los animales.
Allá fue el loro con su lujoso plumaje, verde, azul y rojo brillante. Altanero y consciente de su belleza. No en balde Oloddumare lo consideraba el ave de las mejores plumas sobre la tierra, al que mayor tiempo dedicó porque esa noche había sido inspirado por la explosión de estrellas en la noche oscura.
— Míralo, cree que por tener ese color es mejor que nosotros — le decía la guinea a la paloma. Tú, que eres la mensajera de Oloddumare, de Obbatalá y de Ochún, no te pavoneas tanto. Pero ese orgullo durará hasta hoy, no lo soporto un instante más.
— ¿Qué piensas hacer? — dijo con curiosidad a la guinea.
— Nada, espera y verás.
Y desapareció. La paloma se quedó intrigada por las palabras escuchadas; pero creyó que eran solamente celos pasajeros de otra no menos privilegiada; sus plumas eran o tan blancas como para decorar los vestidos de Orishanlá o tan negras como para adornar los sombreros de los guerreros y para preparar las alas de Ozaín que todo lo veía dentro del monte. Cada uno en la tierra tenía su función mágica y no era como para estar codiciando la de los demás. Hasta los más horrendos plumajes servían para algo, sobre todo en temas mágicos.
En verdad, la guinea había ido hasta el monte, donde tenía su nido escondido entre las zarzas y las piedras. Juntó unos palitos, hizo fuego y se puso a preparar un polvo en un calderito de freír. Machacaba, removía, volvía a machacar, le sudaba la frente y se estaba arruinando el maquillaje: No tenía prisa, se comentaba que Oloddumare haría su aparición cuando cayera el sol para iluminar él mismo los salones del palacio con sus ropas y ella tenía tiempo suficiente para preparar su brujería. Machacando y triturando envolvió en unas hojas de yagruma un polvo negro que se metió en el bolsillo.

— ¿Qué te ha pasado guinea? Estás toda sudada, le faltarás el respeto con tu olor a Oloddumare. ¿Dónde estabas metida? — Le dijo la paloma apenas la vio llegar
— Cállate que se acerca el loro.
Y fuff… le sopló un polvazo que lo dejó tambaleándose de una pierna a la otra, mareado y con peligro de caerse. Cuando se pudo recuperar ya era tarde. Su plumaje estaba manchado de negro, marrón y gris, arruinado para siempre. Sólo se entreveía, por debajo de las plumas y en la cola, su antiguo esplendor.
Oloddumare, que ya estaba descendiendo por las escaleras hasta el gran tumulto de cantos, comidas y murmullos pudo precisar que el loro, su preferido, estaba con los brazos cruzados en torno al cuerpo, temblando como si tuviera frío. Con los ojos aguados y soplándose la nariz con un pañuelo tan oscuro como el polvo que cubría su esplendor.
— ¿Por qué llevas esa capa oscura puesta? ¿Estás afiebrado? — se interesó Oloddumare.
— No mi señor, la guinea me ha lanzado un maleficio.
Oloddumare guardó silencio por un instante y observó la guinea que intentaba escapar de sus ojos escrutadores. Sabía que el loro era incapaz de mentir. No podría resolver nada al momento pues no quería arruinar el festejo; pero procedió con su veredicto justiciero.
— Guinea, por dejarte llenar de envidia y haber obrado con el mal te castigaré: nunca se sabrá qué sexo tienes a no ser que se te vea sobre el nido empollando los huevos o con tu rebaño de hijos que te sigue. Desde ahora no tendrás identidad.
Después del veredicto Oloddumare olvidó lo ocurrido y no pensó en el antídoto para librar a su preferido del hechizo; tuvo que lavarse como pudo; pero por más que se frotó con estropajo y jabón, un tenue color ceniciento le quedó debajo de las plumas para toda la vida.
Ochún, que había visto lo sucedido, recogió enseguida al pavo real debajo de sus faldas; si le ocurría algo similar a su animal favorito no respondería de sus actos, comenzaría por volver agrios los dulces de la fiesta.
La guinea se quedó nerviosa y asustadiza. Desde entonces se esconde en el monte y alza el vuelo apenas alguien se acerca, teme otro castigo de Oloddumare.

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Luis Felipe culular 04120141616